Ni siquiera para pestañear

Sueño mucho con playas.
Se sienten como colchones de arena suave, suspendidas en una atmósfera de aire puro.
Y es el color del mar el que las sostiene, y se funde con la tierra, como vainilla derretida en el cielo. Es el contacto de mis pies con las nubes de arena el que me lleva a preguntarme si por fin habré llegado a volar tan alto.


¿Es posible que un color provoque tantas sensaciones? Turquesa decolorado. Verde mineral. Azul-turquesa-verde-celeste-transparente. Y algunas estrellas fugaces de blanco, rompen con la parsimonia de los azules en olas. El mar me hace pensar en todo lo que queremos y creemos poseer. Cómo nos olvidamos de que nosotros también somos parte de esto… Vivimos todos los días en una eterna ilusión provocada por nosotros mismos en la que sentimos que podemos ser dueños de lo que vayamos conquistando. Pero el mar está acá, allá, y acá, y allá al mismo tiempo, y no lo puedo explicar porque se extiende, se acuesta sobre la tierra y se camufla en una línea imaginaria a la que llamamos horizonte. Ese amado y odiado horizonte, que no me deja ver más allá pero me recuerda que hay un más allá, que de una manera tan objetiva me señala los límites de mis sentidos.


En ese momento, mis ojos se sienten diminutos, demasiado pequeños para poder enmarcar el cuadro. Ahí es cuando entiendo que estoy en un momento y un lugar que no se pueden enmarcar. La única forma de verlo de verdad es estar, porque cualquier marco lo delimitaría, le quitaría su realidad. Qué subestimado que está el valor de las experiencias, pienso mientras estoy ahí, y estar ahí, es lo único que necesito. Entonces no quiero cerrar los ojos ni siquiera para pestañear, porque tengo miedo de que todo se esfume. Tengo miedo de volver a abrirlos y despertar.