Mar adentro

A veces somos océanos.
Profundos, oscuros y más claros en la superficie. Somos mares inundados, somos olas que nos barren de los talones a los ojos. Somos agua en constante movimiento.
El mar es cautivante, pero a veces ahoga. Duele sentir que va subiendo poco a poco por nuestro tronco hasta los pulmones, y que quiere llegar a la nariz. A veces, las mismas olas que nos hacen cosquillas en los pies vienen con tanta fuerza que nos envuelven por completo, como si nos quisieran engullir. Y qué fácil, pero qué incómodo, se siente estar inmersos ahí. Las olas no tienen piedad: nuestros cuerpos se tornan volátiles, livianos, quieren dejar de ser nuestros para ser del mar. Y de repente somos una lucha constante que viene y va, que intenta contra viento y marea volver a ser paz.

Cuando le conté de mis olas a mi psicólogo, me dijo «tu mar tiene un nombre conocido, se llama ansiedad». Pero ese nombre me da un poco de miedo, no cualquiera lo sabe definir con exactitud. Me gusta más pensar en las olas. Me ayuda a sentirlo natural, a quitarle lo desconocido. Me gusta, también, pensarme como un océano en calma. Respiro tranquila, y las olas no se mueven. Sólo cuando hay viento se generan turbulencias.

A nadie le gusta ser el mar revoltoso. Pero lo cierto es que, lamentablemente, tarde o temprano las olas nos pertenecen a todos. El mar no sería más que un lago desabrido si no tuviera olas.

Los días de brisa suave serán nuestros cuando aprendamos a respirarla.