Encontrar

¿Qué buscamos encontrar en la dimensión virtual?
A veces se trata de intercambiar palabras superficiales con alguien idealizado. No siempre son tan superficiales. Las palabras. Ni las personas.

La cuestión es que quizás es esa dimensión de la humanidad lo que nos hace vernos superficiales. Superficialidad o virtualidad y humanidad no parecen ser palabras que se complementen bien en una misma oración. Sin embargo, las dos primeras nacieron de la última. ¿Qué es lo que queremos que nos dé la virtualidad?

Quizás, buscamos satisfacer lo inmediato. Suena lindo ¿no? Tengo hambre: app de delivery. Estoy aburrida: app de videos en este mismo instante, uno tras otro, sin un segundo para pestañear. Quiero calmar mi ansiedad (con más ansiedad): redes sociales. Todo parece estar al alcance de la mano, todo es instantáneo, así como efímero… Todo parece estar ahí para solucionarnos los pequeños problemas de la cotidianeidad de ser humanos. Ah, pero… si quiero mantener una conversación con alguien, ya no es tan fácil. Porque ahí no estamos hablando de un algoritmo que responde por nosotros, sino de otro ser humano. Entonces, ¿qué hago? Bueno, simplemente usaré la tecnología para conseguirlo, claro. ¿Cómo? Subiendo esa foto esta noche, quizás puedo lograr que esa persona en particular me «reaccione» con un corazón, por ejemplo. O sea, que esa persona coloque su dedo índice en el dibujito del corazón una vez. ¡Wow! Y con eso, ya somos felices. Por unos minutos, claro, porque ahora, la felicidad puede llegar a ser tan fugaz como el límite de tiempo del último video que viste en TikTok.

¿Será muy redundante decir que esta dimensión virtual nos está cambiando? Digo, que poco a poco las relaciones humanas comienzan a «definirse» o «gestarse» en otros términos. Que hay ahora un segundo plano, paralelo a la realidad (¿o es la realidad?) en el cual puede transcurrir gran parte de la vida misma. ¿Qué tan peligrosa puede ser para la humanidad toda esta serie de cambios?

No soy más que una humana del millón que está experimentando su propia vida entre diferentes realidades, así que lo que pueda decir sobre el tema es nada más y nada menos que mi opinión. Es que a veces una tiene la paradójica sensación de que, teniendo el mundo entero en la palma de la mano, al mismo tiempo no tiene nada. Cuanto más aprendo acerca del universo que me rodea, siento que menos soy. Cuantas más personas me muestre la app de citas, siento que menos me encuentro a mí misma en alguna de ellas. Cuanto más contenido veo en las redes, siento que son más las cosas de las que me estoy perdiendo. Cuantas más ideas consulto con la inteligencia artificial, siento que menos son mis capacidades para crear.

¿No será mucho? Hasta las películas serían más aburridas si representaran la realidad que estamos viviendo. Imaginalo: dos personas se conocen por Instagram, una pone «me gusta» en la foto de la otra, la otra le contesta, cruzan dos palabras, una le pregunta a la otra qué estaba haciendo, la otra le cuenta que estaba mirando una serie. Hablan dos meses más de lo que hace cada uno en su vida, pero nunca se encuentran en otra realidad que no sea la virtual. Fin de la relación.

Ahora, querer ser «real» está de moda, pero parece que la tecnología nos ha estado resolviendo tantos dilemas últimamente que no nos sentimos capaces de intentarlo. O incluso nos preguntamos para qué hacer nuevos amigos en un bar si después puedo encontrarlos en la virtualidad. Para qué salir si me puedo quedar viendo una historia similar desde la comodidad de mi cama. ¿Para qué esforzarnos?

Me pregunto qué pasaría si de un día para el otro desaparecieran las redes. Saldríamos a buscarnos entre nosotros en nuestra propia realidad. Y seguramente, como cada vez que buscamos algo, encontraríamos respuestas. Volveríamos a encontrar(nos).

Ni siquiera para pestañear

Sueño mucho con playas.
Se sienten como colchones de arena suave, suspendidas en una atmósfera de aire puro.
Y es el color del mar el que las sostiene, y se funde con la tierra, como vainilla derretida en el cielo. Es el contacto de mis pies con las nubes de arena el que me lleva a preguntarme si por fin habré llegado a volar tan alto.


¿Es posible que un color provoque tantas sensaciones? Turquesa decolorado. Verde mineral. Azul-turquesa-verde-celeste-transparente. Y algunas estrellas fugaces de blanco, rompen con la parsimonia de los azules en olas. El mar me hace pensar en todo lo que queremos y creemos poseer. Cómo nos olvidamos de que nosotros también somos parte de esto… Vivimos todos los días en una eterna ilusión provocada por nosotros mismos en la que sentimos que podemos ser dueños de lo que vayamos conquistando. Pero el mar está acá, allá, y acá, y allá al mismo tiempo, y no lo puedo explicar porque se extiende, se acuesta sobre la tierra y se camufla en una línea imaginaria a la que llamamos horizonte. Ese amado y odiado horizonte, que no me deja ver más allá pero me recuerda que hay un más allá, que de una manera tan objetiva me señala los límites de mis sentidos.


En ese momento, mis ojos se sienten diminutos, demasiado pequeños para poder enmarcar el cuadro. Ahí es cuando entiendo que estoy en un momento y un lugar que no se pueden enmarcar. La única forma de verlo de verdad es estar, porque cualquier marco lo delimitaría, le quitaría su realidad. Qué subestimado que está el valor de las experiencias, pienso mientras estoy ahí, y estar ahí, es lo único que necesito. Entonces no quiero cerrar los ojos ni siquiera para pestañear, porque tengo miedo de que todo se esfume. Tengo miedo de volver a abrirlos y despertar.

Sobrecarga de sociedad

La sociedad se ha vuelto una masa de humo inevitable. Se densifica con el correr de los minutos, más y más, hasta no dejarte respirar. Y mientras me ahogo respirando partículas de carbono, me pregunto: ¿qué es la sociedad?

Últimamente es algo que no sabemos definir pero que está en el aire. Su transmisión es más rápida que el coronavirus. No sólo por nariz, sino también por los ojos. No sólo por los ojos, sino también por la boca y los oídos. Se mete, se desubica, se filtra por cada píxel del celular. Adquiere tantas formas como sea posible para confundir, para que no sepamos qué es ni dónde está. Se replica. Infinita e indefinidamente.

No hay cura ni vacuna contra ella. La sociedad está dentro de cada uno de nosotros, y fuera también. La sociedad habla tanto que ya ni recordamos cuándo fue que comenzó a hablar, pero sabemos que nunca va a terminar. Y hoy en día se ha transformado en una voz monótona y avasallante, incluso más que antes. Me gustaría poder destruirla, pero entonces, estaría destruyéndonos. La sociedad es tan intensa y a la vez tan efímera que nos hace dudar de cuáles son sus límites, de dónde empieza y dónde termina, de qué quiere con nosotros. Si no sabemos con certeza qué es ¿cómo podremos enfrentarla? ¿Acaso no hay más opción que seguir caminando, seguir trabajando, seguir enfermando, seguir hablando y seguir consumiendo y seguir siendo la mismísima sociedad que tanto odiamos?

¿Cómo me escapo? Ya no quiero más. Bájenme del mundo y déjenme flotar entre las estrellas. En una dimensión sin presiones, sin ruido en los oídos, sin humo en la pantalla.

O mejor, en una dimensión sin pantalla. Donde veamos con nuestros propios ojos los colores de la realidad. Donde cuando queramos cerrarlos, no se vea nada. Donde cuando queramos silencio, no se escuche nada de verdad.

¿Se acuerdan cómo era la paz?
Soñar cuesta un poco más cuando nos encierran en nosotros mismos y el eco de sus voces se sigue replicando en la nuestra.

La obra más hermosa del mundo

Yo quería escribir la obra más hermosa del mundo.

Donde las palabras formarían fila, rectas, en el cielo blanco. Pero una vez tocadas por el ojo humano, empezarían a emanar colores, y terminarían por flotar en las sensaciones de alguna mente distraída.

No sabía que la edad de los sueños duraba un segundo.

Ni que ser grande duraba toda la vida. No me contaron que perdería el poder de ver personas en mis garabatos. Ni que jugar a la maestra es llegar a casa con las piernas cansadas más treinta preguntas en la cabeza.

Nunca pude escribir de un tirón…

El libro que quema en las manos, que canta en silencio. El libro que encuentra a las almas perdidas y las lleva a volar. El que rompe paredes invisibles, y si quiere, las vuelve a armar.

Yo quería escribir la obra más…

No sabía que la vida entera es la obra más hermosa del mundo.

Inspirado en frases de La canción más hermosa del mundo, de Joaquín Sabina.

Foto de: Lucía Casas

Lo que nadie te cuenta

Para que no te olvides
de lo que nadie te cuenta.

Los abrazos son hogares
con habitaciones llenas de flores,
con ventanales del color del sol.

La música se siente diferente
si la escuchás de adentro hacia afuera.

Eso que te pasa
que no podés explicar,
sos vos,
haciéndote más grande.

Por eso

cuando te hablás con amor,
también se nota en tu voz.

Si alguna vez llorás,
tenés que saber que

las lágrimas se toman las cargas más pesadas
y se las llevan livianas.

Y si sentís que ya es tarde para crecer
no te olvides,

el deseo se nutre de ese miedo
que ahora te aplasta.

Por último,
pero no menos importante.
No te olvides de que a veces

las noches pueden tener luna llena…
Pero cuando no está,
tienen estrellas.

Homenaje a la amistad

Muchos hablan de la magia de los primeros momentos del amor.
Y sí, no lo niego. Son inefables.
Pero no he escuchado nada acerca de las primeras señales de la amistad.

¿Por qué nadie habla de lo indescriptible de las primeras intimidades?
El primer abrazo.
El primer mate compartido a solas.
La primera vez que le confesé a mi amiga cosas que nadie más sabía.
Ese primer voto de confianza, esa primera charla a corazón abierto.

El primer «te quiero». El primer «amiga».
O incluso la primera impresión.
Yo te conocí distante, ajena. Te conocí por nuestra amiga en común, en la calle. Te conocí y a primera vista supe que vibrábamos igual; te conocí y jamás imaginé que seríamos tan cercanas.

Y de repente, un día nos contábamos todo.
Y éramos el primer número -de una larga lista de contactos- al que la otra llamaba cuando se perdía en sí misma.
¿Y cómo fue que pasó?

Nadie dice nada acerca de cómo las amistades crecen.
Cómo se comunican, como perduran.
A pesar de los meses, de los años, de las distancias.
¿Cuánta fuerza tiene que tener una relación para resistir al tiempo y al espacio?

No. Nadie lo dice.
Pero lo dicen los ojos, que muestran los colores de la calma.
Lo dicen los brazos, que ni con la peor pandemia se pueden aguantar de sujetar con fuerza a quien los sujeta siempre.
Lo dice la voz, mirá cómo encuentra su melodía natural cada vez que le habla a ella.

Comencé a escribir con la idea de hacerle un homenaje a la amistad.
Termino dándome cuenta de que el homenaje se la hacemos nosotros,
todos los días.

Jijijí

De chica, cuando aún las sensaciones no transformadas en palabras afloraban en la piel, me sentí jijijí. Simplemente supe cómo se sentía, y así entonces también supe cómo sonaba. Ji – ji – jí. Tres veces ji. Tres veces a salvo, pequeña y en paz. Ji, segura. Ji, diminuta. Ji, tranquila. En ese momento no tuve dudas de que mi meta sería siempre encontrar jijijís donde sea que estuviera.

Un día en la cama, cuando hacía mucho frío afuera y mamá me tapaba hasta los ojos con mi acolchado gigante, me sentí jijijí.

Otro día de lluvia, cuando nos quedamos con toda la familia adentro jugando juegos de mesa, también me sentí jijijí.

Y cuando papá me ayudó a escribir mi primer cuento.

Y cuando aprendí a bailar como si nadie me viera.

Todos mis jijijí los encontraba, indefectiblemente, en casa. En familia.

Pero un día, se me tambaleó el mundo al enterarme de que si quería salir al mundo tendría que arriesgar más de un jijijí. ¿Qué sería de mi vida a partir de entonces sin mamá cuidándome cuando estuviera enferma? ¿O sin papá cuidando que no me equivocara detrás? No más jijijís para mí. ¿Era el final de mi felicidad?

Me llevó un buen tiempo, hasta que de repente, una noche sola en mi nuevo departamento, con mi gatito al lado y cocinándome mi mejor receta, lo vi. Lo sentí. Ahí estaba. Y dijo «ji, ji, ji». Me sonrió. Le sonreí. Me abracé. Jijijí estaba ahí para mí.

Y la cuestión es que jijijí siempre había estado en mí. Y siempre lo iba a estar. ¡Claro! ¿Por qué nunca me había dado cuenta? Si, de hecho, había nacido nada más y nada menos que de mi imaginación.

A partir de entonces no dejo de encontrarme con jijijís. Y si no los veo, si no los siento cerca, sé que soy yo la que debe buscarlos. A veces los veo en una persona y se quedan por un rato ahí, en el momento que compartimos, envolviéndome como la manta de mamá. Otras, los encuentro en la música que me lleva caminando por las calles de mi ciudad. O incluso hasta en los paseos en bicicleta, como una brisa pasajera que me saluda de cerca.

Nunca es tarde para volver a emprender la búsqueda de los jijijís. Puede parecer difícil, pero lo cierto es que los jijijís están escondidos en los momentos más sencillos y naturales de la vida. No están en otros/as. No están en objetos, ni mucho menos en dinero. No están afuera. Están adentro. El jijijí es la risa más profunda de la felicidad más sencilla.

Al fin y al cabo, como lo habría dicho un gran amigo… la vida no es más que una sucesión de jijijís.

Que no se duerma la libertad

No, no está todo bien.

La cama está hecha. La heladera llena, y la salud, por ahora, resguardada. El gatito duerme. El barbijo está lavado. La familia está segura. Los amigos, presentes. El amor se mantiene. Sin embargo, todo pende de un hilo colgando de un precipicio. El equilibrio no dura para siempre.

No, no está todo bien.

La casa vibra energías solitarias e incómodas después de un par de horas de habitarla. La casa descansa, como siempre, pero sobre una roca inestable. Si te movés, se cae. Y con ella te caés vos.

Una elije que entonces, mejor no moverse. Al asomarse por la ventana, un coro de voces similar al eclesiástico canta, de forma monótona, uniforme y permanente, que no te muevas. Que hagas silencio. Que no abras la boca. Que te quedes quieto.

Por eso decidís no moverte. Nadie se mueve, excepto el tiempo, y al hacerlo nos causa dolor. Dolor en la piel, que anestesiada con alcohol, ya casi no siente. Dolor en la garganta, que ya se olvidó de cómo hablar. Dolor en el abandono corporal.

Al cabo de un tiempo te acordás de que te habías olvidado. Te lo recuerdan los sueños, porque la mente es la más difícil de engañar. Te acordás. Y no, no está todo bien.

No está bien vivir de recuerdos a los veinte. No está bien el encierro. No está bien el aire. Pero tampoco está bien el olvido o el silencio de las voces. No está bien todo lo que no es libertad. No está bien no tenerlo presente, y no despertar.

Recordaste, ahora despertá. Que tu libertad no se duerma más.barbijo-mirada

 

Mar adentro

A veces somos océanos.
Profundos, oscuros y más claros en la superficie. Somos mares inundados, somos olas que nos barren de los talones a los ojos. Somos agua en constante movimiento.
El mar es cautivante, pero a veces ahoga. Duele sentir que va subiendo poco a poco por nuestro tronco hasta los pulmones, y que quiere llegar a la nariz. A veces, las mismas olas que nos hacen cosquillas en los pies vienen con tanta fuerza que nos envuelven por completo, como si nos quisieran engullir. Y qué fácil, pero qué incómodo, se siente estar inmersos ahí. Las olas no tienen piedad: nuestros cuerpos se tornan volátiles, livianos, quieren dejar de ser nuestros para ser del mar. Y de repente somos una lucha constante que viene y va, que intenta contra viento y marea volver a ser paz.

Cuando le conté de mis olas a mi psicólogo, me dijo «tu mar tiene un nombre conocido, se llama ansiedad». Pero ese nombre me da un poco de miedo, no cualquiera lo sabe definir con exactitud. Me gusta más pensar en las olas. Me ayuda a sentirlo natural, a quitarle lo desconocido. Me gusta, también, pensarme como un océano en calma. Respiro tranquila, y las olas no se mueven. Sólo cuando hay viento se generan turbulencias.

A nadie le gusta ser el mar revoltoso. Pero lo cierto es que, lamentablemente, tarde o temprano las olas nos pertenecen a todos. El mar no sería más que un lago desabrido si no tuviera olas.

Los días de brisa suave serán nuestros cuando aprendamos a respirarla.

La voz de tu cuerpo

Estoy aprendiendo a escuchar a mi cuerpo. Y ¿saben qué? Me impresionó la cantidad de cosas que tiene para decir. Tiene una hermosa voz. ¿Cómo no lo había escuchado así antes?

Escuchar a nuestro cuerpo implica entenderlo aunque no queramos. Acariciarlo, consolarlo, abrazarlo. Porque sí, aunque parezca que no él casi nunca se queja, nos acompaña a todos lados, cumple nuestras obligaciones y nos cumple todos los caprichos… hasta que un día no puede más. Primero empieza hablando bajito. Nos advierte educadamente: «¿no te parecen demasiadas horas de trabajo?», «creo que no podremos resistir una porción más de esa torta», «espero que este sea el último trago», «me parece que eso que estás callando te está lastimando». Después vienen las señales un poco más obvias, esas que escuchamos pero decidimos, la mayoría de las veces, ignorar. Y ahí el cuerpo se cansa. A la tercera, grita. Y es un grito agudo, que retumba en nuestro interior y nos ensordece. Y entonces no nos queda otra. Tenemos que frenar. Sacarnos los auriculares, y escucharlo. Todo eso que no escuchamos antes ahora tiene una potencia incalculable. Nuestro cuerpo se cansa y grita.

Son años los que nos suele llevar aprender a oírlo. Y es que el cuerpo reclama su lugar cuando ve cómo, de una manera egoísta, les decimos que sí a todos y que no a él. Sí a más horas de trabajo, no importa si me canso, soy joven. Sí a ese amigo que nos necesita, mi cuerpo está bien y puede aguantar. Sí a no pedir ayuda, siempre pude sola. Siempre pudiste, porque no estabas sola. Estaba tu cuerpo ahí, trabajando para vos. Pero ¿qué pasa cuando él te dice que no a vos? Vos empezás a tener que decirle «no» a todo lo demás, porque sin él, no podés.

Como decía, estoy escuchando más a mi cuerpo. Porque ya me cansé de oírlo gritar. Porque sé cuánto merece unos mimos, porque a regañadientes aprendí que también necesita descansar para funcionar. Y sí, ahora quizás tenga que decir más «no». Pero no significa más que «hoy no. Hoy tengo que protegerlo a él. Quizás, la próxima sí».