La noche de los dos meses

De a poco estoy empezando a despertarme de un sueño largo y profundo en el que cuesta mucho abrir los ojos. Sé que se acerca la hora de volver a la ciudad donde se vive con los ojos bien abiertos, a pesar de que se duerme poco. Ya casi llega el momento de salir de la hamaca mecedora escondida entre hojas de árboles verdes y charcos de agua dulce, y de empezar a caminar: de volver a tomar el rumbo.

Sin embargo, dormir el sueño de la noche más larga del año es siempre necesario para aquellos que vivimos lejos de la cuna familiar, ¿saben? Venimos, antes que nada, porque siempre volvemos. Pero además, venimos y nos alejamos de todo y de todos, para acercarnos a otros, a esos que siempre nos esperan en los sueños; y a esa parte de nosotros mismos que descuidamos tanto los diez meses restantes. Venimos para dejar de lado la consciencia por un rato y sumergirnos en la ciudad de las vacaciones, de lo fácil y gratis y lo cercano. Y qué fácil que es flotar en este mar, ¿no?

Pero, aunque dormimos, las luces no están apagadas allá fuera. El resto del mundo sigue girando en la ciudad de los despiertos, que nunca dejó de ser tan nuestra. Y hay días en los que la extrañamos, a veces nos gana la ansiedad de querer despertar y empezar a caminar, aunque no sepamos hacia dónde. Me dijeron y yo misma comprobé que en el mundo de los que sueñan se extrañan los mimos de los despiertos, las palabras, los momentos de lucidez de allá fuera. Se extrañan aquellos que no nos despiertan en dos meses pero que sea cuando sea que decidamos regresar, nos estarán esperando para que todo siga como siempre fue en la vida real. Se extraña un poco, paradójicamente, la soledad, porque muchos de los que soñamos lo hacemos en familia.

A fin de cuentas, se extraña vivir despiertos cuando ya hemos dormido demasiado. Y si queremos despertar de la noche de los dos meses deberíamos empezar por abrir los ojos, ¿no creen?